noviembre 16, 2009

DEMONIOS



Oscar, seducido por la comodidad y el calor de las sábanas, se resiste a poner un pie fuera de la cama, a iniciar un nuevo día. Sólo hay un incentivo más poderoso que el ensueño para activar sus músculos. El agua caliente cayendo sobre su cuerpo. Pero como es costumbre en él, primero abre la llave del agua caliente: que el baño se inunde de vapor, que lo envuelva esa extraña calidez húmeda mientras se rasura frente al espejo.

Este amanecer contenido de placeres, ha evitado que Oscar recuerde la razón por la que cayó anoche, como anestesiado. Sin embargo, esta placidez hedonista será hecha trizas dentro de unos segundos, cuando esa extraña sensación que lo ha venido acosando, cada vez con mayor frecuencia, desde hace ya unos meses, interrumpa su baño: Un rechinido suena. Oscar lo escucha y se aterra. Ahora lo recuerda, anoche sucedió lo mismo. Alguien ha venido por él, lo buscan desde hace tiempo y parece que todo intento por mantenerse oculto ha sido en vano.

Jamás había experimentado tanto miedo.

Para Javier, su hijo, la mañana se le ha presentado igual de armoniosa que a Oscar, al menos en comparación a la noche anterior, cuando tuvo que soportar, una vez más, a su padre fuera de control. Llega a casa después de un paseo en patineta, seguramente Oscar sigue durmiendo o al menos eso supone. La televisión de la cocina está encendida. Busca algo de comer y como ya es costumbre, en su casa no hay nada. Toma un litro de leche del refrigerador y cierra la ventana que tanto rechina. La misma que ha sembrado pánico en Oscar; lo que para él significa su inminente peligro, se trata de la mentada ventana, pero Oscar no lo sabe, por supuesto.

Javier se sienta a disfrutar de su dosis de calcio versión tetra-pack. El desearía que el episodio de anoche no fuera más que una pesadilla. Cada vez es más insoportable, más intolerable la situación de Oscar y, por qué no decirlo, Oscar mismo. Hay ocasiones en las que Javier siente un odio profundo hacia su padre, por orillarlo, sobre todo, a cargar con una responsabilidad que lo agobia, que no lo permite ser. En estos momentos no piensa en eso, ahora sólo añora que su padre se tranquilice, al menos por un tiempo.

Pero las cosas jamás son como esperamos. De una de las recámaras, Javier alcanza a oír un vidrio quebrarse. Oscar está despierto, lo sabe. Y sabe también que no está sólo. Lo acompañan sus fantasmas y demonios ¿porqué carajo tiene que ser así? Se pregunta Javier mientras avanza por el pasillo hacia la recámara. Intenta entrar, pero la puerta está bloqueada. Le pide a su padre que abra. Le aterra la idea de que se haga daño. Sabe que la desesperación es una enfermedad mortal, lo leyó en un libro de Sören Kierkegaard. Insiste en que Oscar le abra, golpea y sacude la puerta, casi con la misma exasperación destructiva que teme obnubile la razón de su padre.

Oscar está atrapado en su telaraña. A decir verdad, lleva ahí meses y difícilmente podrá escapar, la única salida es que la araña inyecte su ponzoña de una vez por todas. Eso, seguro, le garantizaría pasividad. Escucha a Javier del otro lado de la puerta, lo reconoce, pero no puede moverse, sigue oculto tras la cama que colocó a guisa de trinchera en medio del cuarto. En sus momentos de lucidez, se siente avergonzado con su hijo, a él también le gustaría que eso no le sucediera, o al menos que Javier no tuviera que sufrirlo, pero por alguna razón estos miedos inexplicables no se pueden controlar, él no conoce ninguna alternativa, o quizá sí, pero no tiene fe en ninguna.

Un terrible dolor de cabeza lo aqueja ahora, a veces, cuando sus crisis comienzan a atenuarse, siente que la cabeza le va a estallar. Javier, por fin, entra al cuarto. Ve a Oscar de rodillas en el suelo, oculto tras su cama, con las manos presionando su cabeza y con un rictus de dolor verdaderamente preocupante. Corre hacia él y lo sacude de los hombros. Oscar lo mira, Javier comprende que la tempestad ha terminado, por ahora. Lo empuja hacia el suelo y se sienta a su lado. Llora de alivio, de miedo, de coraje y de odio. Golpea a Oscar en la espalda, con un solo puñetazo, pero en él está concentrado un rencor enorme, como un Aleph que almacena a un universo entero.

Javier está, ahora más que nunca, convencido de que es estúpido continuar con esto. No sabe con certeza lo que le sucede a Oscar, pero intuye que la locura no es cuestión de 4 inyecciones. Le parece estar en una situación sin salida, como si intentara estúpidamente salir con vida de arenas movedizas, su destino no parece depararle alegría ni tranquilidad. Sin titubear demasiado, Javier sale de su recámara, donde ha estado alimentando su ira y rencor y avanza por el pasillo hacia la recámara de Oscar, antes de entrar se detiene un momento.

Oscar está tumbado sobre su cama como un niño a quien ha anestesiado el dentista. Javier se pasea por la recámara, se sorprende por la frialdad particular de la habitación, recoge algunas cosas del suelo y restos de lo que hasta ahora había sido un espejo. Se acerca a la cama. Toma una almohada entre sus manos y la mantiene en alto, a la altura del rostro de Oscar. La estruja como si desquitara coraje en ello, pero no hay ningún impulso en Javier por recargar el cojín en la cara de su padre y presionar con todas sus fuerzas, no hay una voluntad verdadera por asesinarlo, aunque la intención aún le cosquillea en la cabeza, la idea de que eso los proveerá de un futuro más pacífico y libre sigue haciendo efervescencia y contraponiéndolo contra aquello que lo detiene. Presiona la almohada entre sus manos. De pronto, la perspectiva de una vida en soledad le asalta, a fin de cuentas, sólo se tienen el uno para el otro. También, si matara a Oscar, en algún momento y de alguna forma habría de pagar su crimen, teme a la oscuridad de un penal, sostiene la almohada, pero ya no con la misma vehemencia, las tortuosas consecuencias del asesinato se van haciendo palpables, se deja caer y golpea a la almohada, se siente ridículo, impotente. Una sensación de vacío comienza a recorrerlo, la misma que lo arrullará durante un buen número de años.

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