noviembre 18, 2009

DE RISAS Y FURIA

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Un 5 de mayo de 1998, aún lo recuerdo bastante claro, Gabriel me invitó a una cabaña que su tío tenía al interior de un bosque, en Pachuca, Hidalgo. En primavera era un lugar espectacular, lleno de florecillas amarillas. Donde los enverdecidos troncos de los árboles, la enormidad y profundidad del cielo y la armónica acústica del silencio tenían una presencia acosadora, será que siempre, pase lo que pase, se mantienen imbatibles ante el tiempo, estoicas frente a su voracidad, El caso es que uno se siente golpeado por una paz y una quietud paradójicamente violentas. El estatismo puede llegar a ser agobiante.
Nos levantábamos alrededor de las seis de la mañana y, a partir de ese momento, cada minuto transcurrido parecía contener diez más, y cuando tú creías que habían pasado tres horas, resultaba que sólo una y media había corrido. Sin mucho que hacer, creamos un grupo civil (de dos) destinado a depurar el bosque, esto quiere decir que en nuestras manos yacía la enorme responsabilidad de elegir, entre toda la fauna, a los únicos miembros de las múltiples especies que merecían vivir. Me guardé dos puños de piedras en los bolsillos de la sudadera, esperamos a divisar a algún animalillo y cuando por fin ubicamos a una ardilla, fue un pedo ponernos de acuerdo en si era apta para este mundo o un error su existencia, decidimos que los únicos aptos eran aquellos que, orientados por una intuición extraordinaria, no se nos pusieran enfrente, ese sería el único indicio de un animal inteligente, nuestro parámetro para distinguir a los bichos aptos de los no aptos. Concluido esto, saqué un par de piedras y cuando estaba listo para lanzarlas, el abrumador eco de un disparo me sobresalto. Gabriel le había volado la cabeza a la ardilla de un tiro con una pistola que tomó de su tío. Eventualmente, aquello se convirtió en la masacre más brutal que yo haya vivido. No hubo manera de persuadir a Gabo de que dejara en paz a los pobres animales. Una carcajada aterradora concomitaba cada uno de sus disparos, se retorcía y hasta lloraba de risa. Una vez que asesinó a la señora ardilla, algo en él se despertó y, desgraciadamente, jamás volvió a dormir.

Hace un par de días, en el periódico local, salió publicado, en primera plana, la detención de Gabriel y cinco hombres más acusados de dar muerte a más de doscientas personas. En menos de lo que canta un gallo, mi mejor y más grande amigo se hizo famoso por despiadado. Yo, evidentemente, no tenía la menor idea de que fuese un sicario, pese a que pasábamos juntos gran parte del tiempo, sin embargo no lo dudaría. Gabriel es un sociópata, un verdadero hijo de puta. A todo esto, mi madre ha estado insoportable desde la detención. Esta convencida de que en algo estoy involucrado, no para de llorar, de preguntarme si yo he asesinado, si trafico drogas o poseo armas.
Anoche, mientras estaba perdido en el quinto sueño, alguien irrumpió bruscamente en mi recámara despertándome. Pensé en un grupo de policías armado corrompiendo la placida monotonía de mi hogar por algún comentario imprudente de Gabo, una coartada o algo así. Pero no, era mi madre.
-Por Dios Santo, hijo, no puedo soportar más esto- decía, sorbiendo los mocos, envuelta en un camisón de franela como un tamal mal amarrado.
-Carajo, madre, son las tres de la mañana ¿puedes hacerme el favor de largarte?
-¿Qué he hecho yo para criar a un monstruo asesino?
-¡Cállate y déjame dormir!
-Dime, hijo ¿has matado… a cuántos? Habla, sólo así podré ayudarte
-¡Con un demonio!- grité, me puse de pie y me acerqué a ella en un tono amenazante -¿en verdad crees que soy un maldito criminal?- A cada paso mío, mi madre retrocedía, con las manos entrelazadas, a guisa de rezo.
-¡Por favor, hijo, no me hagas daño!
-¡Contéstame! ¿Por qué te haces para atrás?
-¡No, detente…!
-¿Me temes? Soy tu hijo, con una chingada ¡ven y contéstame!
Habíamos ya salido de mi habitación, mi madre, con un verdadero terror, me dio la espalda y entró corriendo a la cocina.
-Si no te detienes, Santiago, llamaré a la policía
-¡Cállate, cállate! ¿Por qué me haces esto?
En mi interior, una fuerza incontrolable comenzaba a gestarse, un impulso irreversible calentaba mis venas, como un motor que es forzado antes de arrancar el auto. Mi madre, arrinconada detrás del frigorífico, me recordó a la ardilla y a los desdichados animales que despertaron en Gabriel su instinto asesino. Tomé un cuchillo por el mango, lo acerqué a su rostro y en un murmullo le dije:
-No me obligues a atravesar tu pútrida carne de res ¿entiendes?
Ella, se limitó a mirarme incrédula y a asentir con un torpe movimiento de cuello, empequeñecida detrás del refrigerador. Una risa incontrolable me invadió el resto de la madrugada.

FOTOGRAFÍA: TRIALUCÍN

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