enero 20, 2010

APUNTES


SOBRE EL AMOR Y SUS PECADOS

El amor, como una de las pasiones más ambiguas, nos recuerda todo el tiempo que su existencia es un sofisma, que la plenitud y la perfección que uno espera hallar entre sus brazos, se esfuman apenas nos tocan. El amor es sufrimiento y dolor, y su falsa promesa de eternidad e infinitud, nos arrastra de los cabellos hacia la soledad. Una de las perspectivas más indeseables, de ahí el temor al presidio, la lástima hacia la orfandad, la negación de la muerte, el empecinamiento por una familia y la necesidad de amar y ser amado. Un terrible y tortuoso círculo vicioso. El hombre vive una intensa búsqueda por eludir la soledad y es tan continua, que a veces pareciera ser nuestro objetivo en la vida. Porque la necesidad de amar y ser amado nunca podrá ser satisfecha si hay ausencia de otro, por eso, aunque paradójico, resulta totalmente sensato y romántico, aquel que asesina por amor.

diciembre 13, 2009

TOTAL SILENCIO



Vamos de vuelta a mi casa después de haber estado trabajando como cerdos bajo el sol. Mi hermano al volante, como siempre. Hace días que la radio del coche no funciona, al parecer hay un falso en la bocina porque suena cuando le da su regalada gana. El viaje es una tortura sin música, dice mi hermano y eso lo pone de mal humor. Viene mentándose la madre con todos los automovilistas y acelerando para que ningún coche consiga adelantarlo, es absurdo, pues está lloviendo tan fuerte que ningún auto avanza más de tres metros.
A mí, la verdad, me importa un pito si suena o no música. Siempre traigo un libro en la guantera. Enciendo la lucecilla del carro, me recuesto en el asiento y ya está, es como si penetrara en un mundo ajeno sin necesidad de moverme del asiento. Pero hoy no logro conseguirlo. Abro el libro de Etgar Keret, leo el título de uno de los cuentos: Mi hermano está deprimido y, aparte de eso, ninguna palabra es procesada por mi débil cerebro. Estoy pensando intensamente en ti, y aún así, vengo con la mirada fija en esa cantidad de palabras que mis ojos, en una suerte de lector de barras, consiguen registrar.
Estoy pensando en que pude haberte dicho lo mucho que te amo, que soy un imbécil por no haberte detenido en la puerta de tu casa antes de que entraras y tragarte a besos, que algún día te aburrirás de mi poco ingenio y me mandarás al diablo con una sonrisa maliciosa y pienso que cuando eso suceda, me volaré la cabeza para que te sientas culpable.

Ha dejado de llover. Mi hermano baja la ventanilla del auto, así será más sencillo recordarle a los demás conductores que son unos hijos de puta.
Pienso que sería excelente escribir un cuento sobre ti, uno que te dejara boquiabierta, uno que sintetizara todas aquellas cosas que siento por ti y que, simplemente, no puedo decirte a los ojos. No por cobarde, sino porque aún no comprendo del todo nuestra relación, porque no te has cansado de decirme que sería un grave error enamorarnos, y yo, como siempre, el más estúpido, caí tendido, como rebelde en el paredón, a tus pies. Pienso que mañana será diferente, llegaré y te tomaré por la cintura, acercaré tu cuerpo al mío, mi rostro al tuyo, para sentir el cálido aliento penetrar por nuestras narices y te diré que te amo tanto que por mí pueden irse al carajo todos los demás. Pienso en estas cosas y me pongo contento, pero la verdad es que son los mismos pensamientos de todas las noches.
Mi hermano viene en el carril central, el embotellamiento se ha aligerado después de la tempestad. De pronto, un auto pasa justo al lado nuestro, viene como propulsado, de hecho, no alcanzo a verlo, sólo escucho el gruñido del motor y veo el agua del charco levantarse como un tsunami, entrar por la ventanilla de mi hermano y empaparlo hasta las rodillas. Acelera, intenta alcanzarlo mientras despotrica madre y media y en cuanto logra emparejarse, parece comprender todo. Sube la ventanilla, baja la velocidad y se queda en total silencio.

diciembre 11, 2009

REFUGIOS

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Hoy amaneció todo con tristeza. El sol oculto tras las turgentes nubes grises. El viento va de un lado a otro, como si estuviese perdido en medio de un gran vacío. Desde la ventana de mi recámara, sólo el cielo, los muros y las sombras se contemplan. Pareciera una inmensa obra viva de mono-ha, aunque en la evocación difiere, ésta transmite una quietud aparente, pues la concomita un aroma de nostalgia y de tensión un dejo.

Por las paredes de mi casa se filtra la intimidad de mi vecino que, con un free jazz, destroza al mutismo doliente. Lo imagino con su pipa, aspirando ininterrumpidamente, sorbiendo, de vez en cuando, un seco whisky o un París de noche. Quizá esté detenido en el marco de su ventana, sumido en introspecciones. Me pregunto quién será el que desenvuelve esas hermosas síncopas. Sea quien sea, mantiene una atonalidad abstracta casi surrealista.

El día parece decaer más mientras escribo, una leve llovizna golpea las copas de los árboles, vilipendiando al silencio de nuevo. Pese a los esfuerzos de soslayar la melancolía ambiental, mi vecino y yo nos perdemos en la vaguedad, el afligido y cansado tiempo nos sigue devorando, mientras la lluvia cae sobre las calles vacías.

Israel Ahumada
Octubre 2007, México

noviembre 18, 2009

PÁGINA

No tienes ni puta idea de lo hermosa que eres. Lo digo en serio. Tú has visto a muchas mujeres y hombres bellos tocándome, no tengo por qué mentir. El destello de eternidad en tus ojos, profundos e inolvidables, me han hecho sentir peor que basura, terca y sucia ¡Y esa manera de poner tus manos sobre mí, como si fuera pieza única! ¡Te odio, te odio con todas mis fuerzas, por la crueldad a la que me sometes, por que haces dude de mis palabras y eso… eso confirma que mi existencia es banal e inútil!
¡Si tan sólo fuera un hombre, aún más inolvidable que tú y amarte hasta la tumba! Pero no, estoy hecho de ideas y miedos. Lamento, como no te imaginas, tener un punto final y saber que, tarde o temprano, dejaras de leerme y me botarás aún antes de haber dicho te amo.



DE RISAS Y FURIA

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Un 5 de mayo de 1998, aún lo recuerdo bastante claro, Gabriel me invitó a una cabaña que su tío tenía al interior de un bosque, en Pachuca, Hidalgo. En primavera era un lugar espectacular, lleno de florecillas amarillas. Donde los enverdecidos troncos de los árboles, la enormidad y profundidad del cielo y la armónica acústica del silencio tenían una presencia acosadora, será que siempre, pase lo que pase, se mantienen imbatibles ante el tiempo, estoicas frente a su voracidad, El caso es que uno se siente golpeado por una paz y una quietud paradójicamente violentas. El estatismo puede llegar a ser agobiante.
Nos levantábamos alrededor de las seis de la mañana y, a partir de ese momento, cada minuto transcurrido parecía contener diez más, y cuando tú creías que habían pasado tres horas, resultaba que sólo una y media había corrido. Sin mucho que hacer, creamos un grupo civil (de dos) destinado a depurar el bosque, esto quiere decir que en nuestras manos yacía la enorme responsabilidad de elegir, entre toda la fauna, a los únicos miembros de las múltiples especies que merecían vivir. Me guardé dos puños de piedras en los bolsillos de la sudadera, esperamos a divisar a algún animalillo y cuando por fin ubicamos a una ardilla, fue un pedo ponernos de acuerdo en si era apta para este mundo o un error su existencia, decidimos que los únicos aptos eran aquellos que, orientados por una intuición extraordinaria, no se nos pusieran enfrente, ese sería el único indicio de un animal inteligente, nuestro parámetro para distinguir a los bichos aptos de los no aptos. Concluido esto, saqué un par de piedras y cuando estaba listo para lanzarlas, el abrumador eco de un disparo me sobresalto. Gabriel le había volado la cabeza a la ardilla de un tiro con una pistola que tomó de su tío. Eventualmente, aquello se convirtió en la masacre más brutal que yo haya vivido. No hubo manera de persuadir a Gabo de que dejara en paz a los pobres animales. Una carcajada aterradora concomitaba cada uno de sus disparos, se retorcía y hasta lloraba de risa. Una vez que asesinó a la señora ardilla, algo en él se despertó y, desgraciadamente, jamás volvió a dormir.

Hace un par de días, en el periódico local, salió publicado, en primera plana, la detención de Gabriel y cinco hombres más acusados de dar muerte a más de doscientas personas. En menos de lo que canta un gallo, mi mejor y más grande amigo se hizo famoso por despiadado. Yo, evidentemente, no tenía la menor idea de que fuese un sicario, pese a que pasábamos juntos gran parte del tiempo, sin embargo no lo dudaría. Gabriel es un sociópata, un verdadero hijo de puta. A todo esto, mi madre ha estado insoportable desde la detención. Esta convencida de que en algo estoy involucrado, no para de llorar, de preguntarme si yo he asesinado, si trafico drogas o poseo armas.
Anoche, mientras estaba perdido en el quinto sueño, alguien irrumpió bruscamente en mi recámara despertándome. Pensé en un grupo de policías armado corrompiendo la placida monotonía de mi hogar por algún comentario imprudente de Gabo, una coartada o algo así. Pero no, era mi madre.
-Por Dios Santo, hijo, no puedo soportar más esto- decía, sorbiendo los mocos, envuelta en un camisón de franela como un tamal mal amarrado.
-Carajo, madre, son las tres de la mañana ¿puedes hacerme el favor de largarte?
-¿Qué he hecho yo para criar a un monstruo asesino?
-¡Cállate y déjame dormir!
-Dime, hijo ¿has matado… a cuántos? Habla, sólo así podré ayudarte
-¡Con un demonio!- grité, me puse de pie y me acerqué a ella en un tono amenazante -¿en verdad crees que soy un maldito criminal?- A cada paso mío, mi madre retrocedía, con las manos entrelazadas, a guisa de rezo.
-¡Por favor, hijo, no me hagas daño!
-¡Contéstame! ¿Por qué te haces para atrás?
-¡No, detente…!
-¿Me temes? Soy tu hijo, con una chingada ¡ven y contéstame!
Habíamos ya salido de mi habitación, mi madre, con un verdadero terror, me dio la espalda y entró corriendo a la cocina.
-Si no te detienes, Santiago, llamaré a la policía
-¡Cállate, cállate! ¿Por qué me haces esto?
En mi interior, una fuerza incontrolable comenzaba a gestarse, un impulso irreversible calentaba mis venas, como un motor que es forzado antes de arrancar el auto. Mi madre, arrinconada detrás del frigorífico, me recordó a la ardilla y a los desdichados animales que despertaron en Gabriel su instinto asesino. Tomé un cuchillo por el mango, lo acerqué a su rostro y en un murmullo le dije:
-No me obligues a atravesar tu pútrida carne de res ¿entiendes?
Ella, se limitó a mirarme incrédula y a asentir con un torpe movimiento de cuello, empequeñecida detrás del refrigerador. Una risa incontrolable me invadió el resto de la madrugada.

FOTOGRAFÍA: TRIALUCÍN

noviembre 17, 2009

A LAS ESCONDIDAS



1° Lugar VIII Certamen de literatura La Infancia en la guerra, Sevilla, España

Las cosas no son iguales desde que Mohamed se fue. Ahora no tengo con quien jugar a las escondidas, aunque con Bola lo he intentado, pero los perros son malos para esconderse y sólo encuentran las cosas que desean. La última vez duré toda la tarde encogida detrás de los sacos de harina, esperé tanto que caí dormida; cuando desperté, Bola había hallado la manera de abrir los gallineros, estaba tragándose la gallina favorita de la abuela, con los colmillos clavados en el cogote y sangre en el hocico, como los bigotes que la leche caliente deja, había otra corriendo decapitada, pidiendo auxilio con las alas desesperadas. Unas brincaban asustadas y el resto se apretaban dentro del gallinero, para evitar ser devoradas. Tenía que regresarlas a su sitio, limpiar la sangre, recoger las plumas y asegurar las puertas antes de que alguien llegara. Mejor que creyeran que se había perdido a que supieran que Bola se la comió. Apenas comencé, escuché voces en la puerta, demasiado tarde, pensé. Corrí a las piernas de papá.
- ¡No le hagas daño! De no haberme quedado dormida no hubiera pasado, pero te juro que no volverá a hacerlo.
No era la primera vez que sucedía, la madre de Bola un día lo hizo y papá la mató, para desquitar a la gallina. Le partió el cuello de un solo golpe con el hacha. Dos noches enteras lloró Bola.
- ¿Qué sucedió, porqué lloras?- Me preguntó papá.
Alcé el brazo hacía las gallinas y las miré.
- No te preocupes- fue lo único que dijo, pero qué extraño me sonó.
- ¿No vas a darle ni una patada al perro? ¡Imagina lo triste que están las demás gallinas y la abuela, pobrecita, era su favorita!
Fui hacia el asesino de gallinas y le dije, enojada
– ¡Haz matado a la gallina favorita de la abuela, no mereces nada, desde ahora ya no serás mi amigo!- pero, claro, Bola no hacía caso, seguía saboreando la sangre emplumada de sus bigotes.
El día en que la gallina de la abuela murió, fue el día en que Mohamed no regresó. Desde ese día las cosas han ido cambiando. A papá parece ya no importarle nada, nunca grita, no contesta, no come, apenas se levanta al baño, ni siquiera muchas veces, tampoco ha ido a trabajar.
Mohamed era dos años mayor que yo, tenía 12 y aunque había días en que me molestaba demasiado, sólo una vez me pegó. Estaba jugando con Bola y llegó a patearle con sus amigos, me enojé tanto que les lancé piedras y una le dio en la mera cabezota, corrió atrás de mí, me alcanzó en la puerta de la casa y me tiró de una patada, papá salió en ese momento, lo vio, le asestó una bofetada que hasta a mí me dolió y le prohibió volverme a pegar. A los pocos días ya estábamos jugando a las escondidas.
Papá nos prohíbe salir de la casa por que con la guerra es peligroso, pero la abuela nos saca una vez a la semana con cualquier pretexto. La guerra lleva mucho tiempo, desde antes de que naciera Mohamed. Hay algunas noches en que los balazos no dejan dormir y nos acostamos con mucho miedo. La abuela dice que eso nunca va a terminar, los kurdos estamos condenados a vivir así, pero a mí me gusta la aldea, los días en que los soldados descansan de matarse, se escuchan los pájaros desde los Montes Zagros. Mi pueblo se llama Du Bes, en el kurdistán irakí. A unos pocos kilómetros de la casa atraviesa el Éufrates, ahí vamos a bañarnos o a lavar ropa. Mohamed, Bola y yo jugamos siempre que vamos. Yo espero que algún día conozcamos la tranquilidad, pero la abuela dice que eso nunca va a suceder. Ella sabe mucho de todo.
Los sábados son los días en que vamos al Éufrates. Ahí se reúnen la mayoría de las mujeres del pueblo, y también nuestros amigos. Es de los sitios más bonitos que conozco, el agua es clara como un trozo de cristal, a través de ella se miran los peces nadando. Si te paras justo en medio y miras hacia el fin del mundo, se ve cómo el camino va cayendo; a lo lejos, hasta donde tus ojos te permiten ver, el mundo da vuelta. Por las noches, sólo dos veces he estado ahí de noche, el cielo se tupe de puntitos blancos, es imposible contarlos, lo he intentado pero las estrellas fugaces siempre me distraen, y volver a empezar es aburrido, mejor las miro hasta que el sueño me va ganando.
El único que ha estado algunas noches ahí es Alí, el mejor amigo de Mohamed, a mí no me cae tan bien porque siempre le dice a todos qué hacer. Alí es un niño mentiroso. Dice que las noches que ha pasado en el río, llegan un par de peces gigantes, enormes como las piedras de la montaña, cantan con voces hermosas, pidiéndole al cielo por nosotros y desaparecen como llegaron. Según él, por eso el Éufrates es el sitio más seguro, los peces nos protegen
Si los peces enormes existieran, nosotros conoceríamos la tranquilidad, pero eso nunca va a suceder. La abuela me lo dice.
- Eres un vil mentiroso- le digo a Alí cuando intenta engañarnos con sus historias- yo he pasado dos noches en el río. Las estrellas nos miran inmóviles desde el cielo. Nos cuidan el sueño a mí y a los peces, porque ellos han de dormir y jamás ha aparecido nadie.
- Eso es porque tú no tienes fe en ellos. Yo tampoco sabía que existían, pero mi padre me contó acerca de ellos y ahora, cada vez que voy, los veo.
- Ha de ser fantástico. Algún día los he de ver- dice Mohamed, encantado por las mentiras de Alí.
- Demuéstranoslo- le digo, sólo para ver si acepta que ha mentido.
Jamás ha podido demostrar las cosas que dice, siempre se niega ha hacerlo. Excepto una vez.

Cuando los soldados americanos vinieron al pueblo, todos se sintieron felices. Llegaron con la promesa de que todo iba a cambiar, nos dijeron que estaban aquí para liberarnos del mal, de la opresión y los castigos que el gobierno de Irak había cometido injustamente sobre nosotros. De la guerra yo no se mucho, pero la abuela me lo cuenta. Papá se enoja con ella, le dice que yo soy muy pequeña para saber esas cosas, pero la abuela dice que eso no importa, pequeña o no, la guerra me afecta igual que a todos y por eso debo saber qué es lo que sucede, además la abuela confía en que si desde pequeña me entero de las injusticias que el pueblo kurdo ha sufrido durante la historia, de grande podré ayudar a la gente del pueblo, algo así como la defensora.
A mí me gusta que la abuela me cuente la historia de Kurdistán, si no lo hace, yo se lo pido.
Hace bastantes años, sucedió la peor tragedia que Du Bes recuerde. Mohamed aún no nacía, mis padres no eran esposos y el abuelo seguía vivo. Según dice la abuela, todo ocurrió porque las tropas peshmerga* se aliaron al ejército iraní para atacar al gobierno del presidente Husein. Éste se sintió traicionado y lanzó un ataque que duró dos semanas contra el pueblo kurdo: La operación Anfal, sin importar quienes eran guerrilleros y quienes no, es más, no les importó si eran niños, madres o ancianos, los soldados mataron a todos los pueblos, liquidaron aldeas enteras y quienes lograron sobrevivir fue porque huyeron a tiempo a las montañas.
La abuela dice que murieron miles de personas sin merecerlo. Los cadáveres de hombres y mujeres jamás los encontraron, pero un habitante del pueblo, Muhamad Mustafa, junto a otros dos encontraron casi 200 esqueletos de niños. Había huesos de bebés que tenían semanas de nacidos y, también, de 3, 4 y hasta 12 años, como Mohamed. Como los cuerpos encontrados estaban amontonados, decidieron darles un entierro a cada uno, los trajeron a Du Bes y los enterraron justo aquí. La matanza todo el pueblo la recuerda como la tragedia de los santos inocentes de Du Bes.
Desde ese día, dice la abuela, el miedo se apoderó de todos como si fuese una parte más del cuerpo, no era algo que sintieran, sino que sabían que traían consigo, como los brazos o el cabello. También fue el día en que la abuela supo que jamás conoceremos la tranquilidad, dice que es una suerte que conozcamos la palabra, pero por poco ni la palabra tranquilidad nos sonaría.
Hubo una ocasión en que la abuela, y el pueblo entero, creyeron que las cosas mejorarían. El día que los soldados americanos llegaron al pueblo. Ellos decían que venían a rescatarnos, pero poco duró el encanto. Recuerdo que hasta papá nos dejó salir un rato a jugar fuera de casa, nos reunimos con Alí y salimos en busca de una aventura. Yo propuse jugar a las escondidas, pero ese juego sólo nos gustaba a Mohamed y a mí, el problema es que la mayoría de las veces sólo podíamos jugar dentro de casa y, como es muy pequeña, todos los lugares donde uno pudiera esconderse, el otro ya los conocía. Después de un rato, Mohamed y yo regresamos a casa, después de todo, nos divertíamos más adentro.
Por la tarde, Alí vino a buscarnos y nos contó una historia sobre los americanos y el juego de pelota.
- Es divertido, se debe de jugar con dos equipos, cada uno con cinco jugadores, en realidad son más, pero con cinco se puede hacer. Le lanzas la bola a un jugador contrario y éste debe golpearla con fuerza con un palo, mientras los otros cuatro la intentan tomar en el aire, el jugador corre en círculo hasta llegar de nuevo a dónde estaba, o algo así.
- ¿Y dónde está lo divertido?- le pregunté.
- Es que es un juego para hombres, en América es el juego favorito de los hombres. Todos lo juegan, hasta las personas importantes.
- A mi me parece divertido- Sentenció Mohamed.
- ¿Y a ti quién te ha dicho que en América la gente se divierte así?
- Un soldado que me enseñó a jugar, estuvo bastante rato conmigo y hasta me regaló una pelota.
- ¡Ah, sí! Demuéstranoslo,
Al instante sacó una pelota blanca con líneas rojas, dura como una piedra.
-Con esto se juega al ves vol.
Durante semanas Alí y Mohamed estuvieron jugando como tontos con la pelota, reunieron a todos los niños del pueblo y corrían horas seguidas sobre los santos inocentes.
Una noche Mohamed me confesó que empezaba a sentirse molesto con Alí, desde que los soldados le obsequiaron la pelota se volvió presumido. No se la quería prestar a nadie, no quería que nadie la golpeara muy fuerte por miedo a que se dañase, y si el equipo contrario a Alí ganaba, se enojaba y se iba, siempre quería hacer un equipo con los mejores, si alguien se negaba, lo sacaba del juego o no jugaba y no jugar significaba que no había más pelota.
Así pasaron días, aunque Mohamed me viniera a decir lo enfadado que estaba con Alí, apenas terminaba con sus deberes, iba corriendo a buscarlo para jugar al ves vol. Hasta que una tarde, después de que acabó el juego y la gente sus trabajos, se escucharon explosiones muy cerca de casa. En la calle, los soldados americanos abrieron fuego contra los soldados kurdos. La guerra empezó de nuevo, sólo que esta vez sería más brutal que nunca.
Nos acostamos en el piso, todos juntos. Mi madre gritaba aterrorizada, mi padre nos decía qué hacer, la abuela rezaba, Mohamed lloraba y yo veía correr a los soldados de un lado a otro. A ratos los disparos cesaban, se escuchaba un silencio pesado, un silencio más cruel que el sonido de las balas. En los ataques, hay momentos en que las detonaciones se dejan de oír, los soldados se esconden, piensan, traman, descansan y, apenas alguno asoma un mechón de cabello, el ejercito contrario descarga un centenar de balas, quizá piensen que de tantas alguna le dará. Cuando esas pausas suceden, el ambiente se hace demasiado tenso, los segundos se alargan una eternidad, como si pudieran estirarse a su gusto, sin importar que el tiempo este establecido.
Los soldados son capaces hasta de herir al propio tiempo.

De alguna forma, la guerra es como jugar a las escondidas.
Silencio. Soldados escondidos, nada que hacer.
Un, dos, tres por el americano que se esconde detrás del árbol. Balazos hasta matarle.
Silencio cruel, de nuevo.
Un, dos, tres por el irakí que se oculta en las sombras. ¡Acabemos con él!
Todos se vuelven a ocultar tras su propio miedo, se escucha un silencio infernal. Nadie quiere respirar, nadie quiere exhalar, hasta una gota de sudor puede ser delatora en este silencio.
El viejo Abdurrahman, desde su casa, emite un ligero sonido, un pequeño sollozo de auxilio o fastidio. Un americano nervioso se precipita.
Abdurrahman murió de una bala en la cabeza.
En las escondidas, siempre alguien pierde.

A la mañana siguiente, Mohamed fue el primero en levantarse, salió de casa y fue por Alí. La gente no se había recuperado del último ataque y ellos ya estaban lanzando la pelota.
Era el turno de Mohamed, tenía que lanzar la piedra americana a una velocidad y con una fuerza precisa para evitar que Alí la golpeara, si lograba hacerlo así tres veces, ganaba un punto, a los diez se declararía el gran victorioso de Du Bes.
Con la pelota entre sus dedos, como si estuviese intentando transmitirle una orden, miraba a Alí sin pestañear. El sudor le resbalaba por la frente lentamente. Cerró los ojos. Aspiró profundamente, hecho el brazo hacia atrás, girando medio cuerpo y en el instante en que iba a soltar la pelota, papá salió enervado de casa.
- ¡Mohamed, por el amor de Dios, quieres venir aquí!- la súbita aparición de mi padre lo desconcertó, lanzó la pelota tan alto que desapareció en el cielo, se fue haciendo cada vez más pequeña, confundiéndose con el claro azul del cielo.
Mi padre regañó a Mohamed como nunca lo había hecho. Lo tomó por un brazo, levantándolo del suelo y, una vez dentro de casa, lo arrojó hacia el otro extremo, golpeándolo sobre el muro, antes de que se levantara, papá lo tumbó a patadas, le golpeaba la espalda, le abrió la boca de una bofetada y le gritó.
- ¿Qué quieres, imbécil, que te mate un balazo? sabes bien que en momentos de guerra, no se puede salir a la calle- y volvió a descargar sobre Mohamed toda su rabia.
De pronto, mientras le golpeaba, empezó a llorar. Jamás había visto a mi padre derramar una sola lágrima, ni cuando el abuelo murió. Volvió a tomar a Mohamed del brazo, lo levantó y le dio un abrazo, escondiendo su rostro dentro de los pequeños hombros de mi hermano, le acarició la cabeza.
- ¡Perdona, hijo! No sabes cuánto los quiero.
- ¡Perdona!
- ¡Perdona!

Después de que Mohamed desapareció, mi padre dejó de trabajar. Ni siquiera permitía que el sol le dé. Una noche, decidió arrastrar una silla al sitio donde Mohamed dormía y no volver a levantarse. Se convirtió en un objeto más de la casa, sentado frente a una pared, dándonos la espalda a todos, internado en la sombra de aquel rincón al que decidió arrebatarle la plenitud del sol. Fumando y sólo eso. Rendido.
He oído a la abuela decirle a mi madre que papá esta volviéndose loco. Se esta alejando del mundo, está cansado de la vida que llevamos, sin rumbo fijo, sin destino seguro. La abuela le dijo a mi madre que papá, ahora, es tan sólo un hombre vacío, muerto.
Me quedé con esa imagen varios días.
Un simple hombre vació.
Mohamed decidió salir de casa el día que papá le pegó. Después de lo que sucedió por la mañana, me dijo, tenía que salir en busca de la pelota, si la encontraba sería suya y ya no de Alí.
- Necesito encontrarla, salió volando hacia el llano.
- ¿Pero es que eres menso?- le pregunté, intentando convencerle de no hacerlo – esa zona está repleta de minas, lo menos que te puede pasar es perder una pierna.
- Ya verás que no pasa nada, también se lo demostraré a papá
- ¿Y si vuelven los balazos esta noche?
- No creo, el padre de Alí dijo que los soldados kurdos se alejaron al monte, seguramente esta noche tramarán cómo atacarlos mañana o después.
- No lo hagas, papá se va a enfadar
- Pues no lo va a saber, a menos que tú le digas. Necesito ir ahora, de noche, porque mientras el sol esté puesto, papá no mes dejará salir de casa.
Mohamed salió por la ventana, con las manos en los bolsillos y la mirada hacia el suelo. Desapareció como la pelota en el cielo, haciéndose cada vez más pequeño, confundiéndose con la oscuridad de la noche.
Unas horas más tarde, del llano se escuchó un terrible estruendo. Me asomé por la ventana y sólo pude ver a los pájaros que, asustados, levantaron el vuelo.
Papá me despertó por la mañana, me preguntó si sabía dónde estaba mi hermano.
- No- le respondí.
Salió a buscarlo y no regresó hasta pasadas tres o cuatro horas. Tenía el rostro desecho, habló con mi madre y la abuela sin que yo pudiera escucharlos. La abuela se acercó a mí y me dijo.
- Mira, mi niña, tu hermano salió cuando todos estábamos dormidos y no ha regresado, sabes bien lo peligroso que es estar en la calle en estos momentos, necesitamos ir a buscarlo, pero tú nos esperarás aquí. No salgas, para nada, hasta que volvamos, si escuchas disparos, escóndete debajo de la mesa.
Yo sabía que Mohamed había ido en busca de la pelota, pero prometí no decirle nada a papá. Además, en esos momentos, yo confiaba en que Mohamed llegaría, tarde o temprano aparecería por la puerta, con la pelota en la mano.
Cuando salieron de casa, nos quedamos Bola y yo. No había nada que hacer, así que decidí enseñarle a jugar a las escondidas, como era difícil que él pudiera esconderse, decidí hacerlo yo. Me metí atrás de los sacos de harina, por un hueco veía como Bola me buscaba, olfateaba por todas partes, pero el muy tonto no daba conmigo. Así pasó hasta que me quedé dormida.
Cuando desperté, Bola estaba tragándose la gallina favorita de la abuela, las demás armaban un alboroto de miedo. Tenía que alzar antes de que alguien llegara. Apenas comencé, escuché voces en la puerta, demasiado tarde, pensé. Corrí a las piernas de papá.
- ¡No le hagas daño! De no haberme quedado dormida no hubiera pasado, pero te juro que no volverá a hacerlo.

A veces creo que cometí un error al no haber mencionado nada sobre la huida de Mohamed, pero hacerlo ahora implicaría que papá se moleste conmigo demasiado, además la verdad no traerá de vuelta a mi hermano. Por otro lado, no estoy muy segura de la causa de la enfermedad de mi papá, tanto puede ser la pura ausencia de Mohamed, como puede serlo que se sienta culpable. Si fuera ésta última, el hecho de confesar le ayudaría, sabría que salió en busca de la pelota y no en protesta a los golpes.
He decidido confesar.

Desde temprano estuve pensando en lo que iba a decirle a mi padre y cómo. No hallaba las palabras y el día transcurrió con demasiada lentitud, cuando la guerra acecha, la gente no sale de sus casas. Estos días tienden a ser tediosamente lentos, largos; es una sensación extraña, pues no sólo son aburridos, sino incómodos, estas fastidiado y temeroso a la vez. Tardó bastante tiempo para que la noche cayera.
Aún no sabía que decirle a mi padre. Estábamos a punto de irnos a la cama y yo seguía sin saber qué hacer. Pensé en ya no confesar. Sin embargo, su salud dependía de aquella confesión, por lo tanto, no había lugar a arrepentimientos ni miedos. Ya había alargado demasiado el momento.
Me acerqué a él, le tomé la mano, me subí a sus piernas, me recosté sobre su pecho, él, en cambio, pareció no percatarse de mi presencia.
- Tengo algo que confesar- le dije, pero ni siquiera me miró.
Me arrepentí en el momento y bajé de su regazo.
En ese momento Du Bes se vio interrumpido por una serie de explosiones, tomamos nuestras posiciones. En la calle, los soldados americanos gritaban no sé que cosas, pero me dieron la impresión de estar asustados, a los soldados kurdos también se les oía, sin embargo, estos parecían un poco más fortalecidos, o menos asustados.
No se si es porque todo el día estuve con los nervios alterados, pero este ataque me pareció más soportable, es decir, pese a que parecía más peligroso, yo me encontraba más confiada a que nada malo sucedería, de pronto recordé a Bola. Llevaba, desde el incidente de la gallina, durmiendo atado fuera de casa. Le reclamé a mi madre por el cruel castigo, no es posible que nosotros no podamos salir a la calle por lo riesgoso que es y él deba correr tal peligro, creo que Bola tiene el mismo derecho a ser protegido por los muros de la casa.
Decidí salir a desatarle. Detrás de mí, la abuela gritaba que no lo hiciera, salió a mis espaldas. Los balazos tronaban a unos cuántos metros, los soldados gritaban, la abuela intentaba meterme a casa y yo desataba a Bola. Cuando por fin lo logré, la abuela me jaló tan fuerte que no pude tomarlo, salió corriendo hacia el llano y yo corrí detrás de él.
Se oyó una detonación tan fuerte que aún resuena en mi interior. Después un silencio espectral, como si el mundo dejara de girar. Me detuve, la abuela ya no gritaba, volteé hacía ella y la observé, tumbada en el piso, un espeso chorro de sangre corría por su vientre, negro como la noche, tan oscuro y denso como el mismo silencio. Fui hacia ella y me recosté entre sus brazos, un calor compasivo se desprendía de su cuerpo, le besé el rostro adornado con dos lágrimas, saboreé el salado sabor del dolor. Cerré los ojos y casi puedo jurar que aquella sensación que compartí con la abuela, se llama tranquilidad.

*Nombre de la guerrilla kurda irakí que en castellano significa: dispuestos a morir

Israel Ahumada
Pamplona, noviembre-diciembre 2007

noviembre 16, 2009

DEMONIOS



Oscar, seducido por la comodidad y el calor de las sábanas, se resiste a poner un pie fuera de la cama, a iniciar un nuevo día. Sólo hay un incentivo más poderoso que el ensueño para activar sus músculos. El agua caliente cayendo sobre su cuerpo. Pero como es costumbre en él, primero abre la llave del agua caliente: que el baño se inunde de vapor, que lo envuelva esa extraña calidez húmeda mientras se rasura frente al espejo.

Este amanecer contenido de placeres, ha evitado que Oscar recuerde la razón por la que cayó anoche, como anestesiado. Sin embargo, esta placidez hedonista será hecha trizas dentro de unos segundos, cuando esa extraña sensación que lo ha venido acosando, cada vez con mayor frecuencia, desde hace ya unos meses, interrumpa su baño: Un rechinido suena. Oscar lo escucha y se aterra. Ahora lo recuerda, anoche sucedió lo mismo. Alguien ha venido por él, lo buscan desde hace tiempo y parece que todo intento por mantenerse oculto ha sido en vano.

Jamás había experimentado tanto miedo.

Para Javier, su hijo, la mañana se le ha presentado igual de armoniosa que a Oscar, al menos en comparación a la noche anterior, cuando tuvo que soportar, una vez más, a su padre fuera de control. Llega a casa después de un paseo en patineta, seguramente Oscar sigue durmiendo o al menos eso supone. La televisión de la cocina está encendida. Busca algo de comer y como ya es costumbre, en su casa no hay nada. Toma un litro de leche del refrigerador y cierra la ventana que tanto rechina. La misma que ha sembrado pánico en Oscar; lo que para él significa su inminente peligro, se trata de la mentada ventana, pero Oscar no lo sabe, por supuesto.

Javier se sienta a disfrutar de su dosis de calcio versión tetra-pack. El desearía que el episodio de anoche no fuera más que una pesadilla. Cada vez es más insoportable, más intolerable la situación de Oscar y, por qué no decirlo, Oscar mismo. Hay ocasiones en las que Javier siente un odio profundo hacia su padre, por orillarlo, sobre todo, a cargar con una responsabilidad que lo agobia, que no lo permite ser. En estos momentos no piensa en eso, ahora sólo añora que su padre se tranquilice, al menos por un tiempo.

Pero las cosas jamás son como esperamos. De una de las recámaras, Javier alcanza a oír un vidrio quebrarse. Oscar está despierto, lo sabe. Y sabe también que no está sólo. Lo acompañan sus fantasmas y demonios ¿porqué carajo tiene que ser así? Se pregunta Javier mientras avanza por el pasillo hacia la recámara. Intenta entrar, pero la puerta está bloqueada. Le pide a su padre que abra. Le aterra la idea de que se haga daño. Sabe que la desesperación es una enfermedad mortal, lo leyó en un libro de Sören Kierkegaard. Insiste en que Oscar le abra, golpea y sacude la puerta, casi con la misma exasperación destructiva que teme obnubile la razón de su padre.

Oscar está atrapado en su telaraña. A decir verdad, lleva ahí meses y difícilmente podrá escapar, la única salida es que la araña inyecte su ponzoña de una vez por todas. Eso, seguro, le garantizaría pasividad. Escucha a Javier del otro lado de la puerta, lo reconoce, pero no puede moverse, sigue oculto tras la cama que colocó a guisa de trinchera en medio del cuarto. En sus momentos de lucidez, se siente avergonzado con su hijo, a él también le gustaría que eso no le sucediera, o al menos que Javier no tuviera que sufrirlo, pero por alguna razón estos miedos inexplicables no se pueden controlar, él no conoce ninguna alternativa, o quizá sí, pero no tiene fe en ninguna.

Un terrible dolor de cabeza lo aqueja ahora, a veces, cuando sus crisis comienzan a atenuarse, siente que la cabeza le va a estallar. Javier, por fin, entra al cuarto. Ve a Oscar de rodillas en el suelo, oculto tras su cama, con las manos presionando su cabeza y con un rictus de dolor verdaderamente preocupante. Corre hacia él y lo sacude de los hombros. Oscar lo mira, Javier comprende que la tempestad ha terminado, por ahora. Lo empuja hacia el suelo y se sienta a su lado. Llora de alivio, de miedo, de coraje y de odio. Golpea a Oscar en la espalda, con un solo puñetazo, pero en él está concentrado un rencor enorme, como un Aleph que almacena a un universo entero.

Javier está, ahora más que nunca, convencido de que es estúpido continuar con esto. No sabe con certeza lo que le sucede a Oscar, pero intuye que la locura no es cuestión de 4 inyecciones. Le parece estar en una situación sin salida, como si intentara estúpidamente salir con vida de arenas movedizas, su destino no parece depararle alegría ni tranquilidad. Sin titubear demasiado, Javier sale de su recámara, donde ha estado alimentando su ira y rencor y avanza por el pasillo hacia la recámara de Oscar, antes de entrar se detiene un momento.

Oscar está tumbado sobre su cama como un niño a quien ha anestesiado el dentista. Javier se pasea por la recámara, se sorprende por la frialdad particular de la habitación, recoge algunas cosas del suelo y restos de lo que hasta ahora había sido un espejo. Se acerca a la cama. Toma una almohada entre sus manos y la mantiene en alto, a la altura del rostro de Oscar. La estruja como si desquitara coraje en ello, pero no hay ningún impulso en Javier por recargar el cojín en la cara de su padre y presionar con todas sus fuerzas, no hay una voluntad verdadera por asesinarlo, aunque la intención aún le cosquillea en la cabeza, la idea de que eso los proveerá de un futuro más pacífico y libre sigue haciendo efervescencia y contraponiéndolo contra aquello que lo detiene. Presiona la almohada entre sus manos. De pronto, la perspectiva de una vida en soledad le asalta, a fin de cuentas, sólo se tienen el uno para el otro. También, si matara a Oscar, en algún momento y de alguna forma habría de pagar su crimen, teme a la oscuridad de un penal, sostiene la almohada, pero ya no con la misma vehemencia, las tortuosas consecuencias del asesinato se van haciendo palpables, se deja caer y golpea a la almohada, se siente ridículo, impotente. Una sensación de vacío comienza a recorrerlo, la misma que lo arrullará durante un buen número de años.